viernes, 21 de octubre de 2011

Autobiografía (atendiendo a una solicitud)


Parte II

Mi padre, Felix Eloy Lárez, nació el 20 de Noviembre del año 1910, en la isla de Margarita Estado Nueva Esparta, Venezuela.  Fue hijo natural de Leocadio Fermín y Olimpia Lárez, ambos nativos de esta isla. Desde los diez años de edad se aleja de su cuna insular en 1920, bajo la tutela de un tío materno que lo lleva con él y se instalan con la familia en las zonas cafeteras de Caripe el Guácharo en el Estado Monagas. Caripe se encuentra en los límites con el Estado Sucre y sus linderos están inmediatos a los Municipios Santa María y Santa Cruz y por ende, al caserío El Clavellino.
Fue allí en El Clavellino donde conoció a mi madre, Josefa María Fariñas, nacida en ese lugar el 18 de septiembre de 1918, hija ilegítima de Ana Josefa Fariñas y Ruperto Villahermosa, quienes tenían varios hijos y gozaban del aprecio, respeto y consideración de las familias que como ellos, se ubicaban como clase media por su nivel económico-social y que poblaban los Municipios: Santa Cruz, Santa María, Muelle de Cariaco y los Distritos: Rivero y Bermúdez cuyas capitales son Cariaco y Carúpano respectivamente. Todas estas poblaciones y ciudades, entre las que se contaba el Clavellino, fueron fundadas por los españoles en época de la conquista.
No hablar de todos los atributos de este lugar, sería no sólo negar mi procedencia, si no también mi propia existencia y yo existo, llevando conmigo toda su imagen pintoresca como el primer escenario donde hice mi debut cuando empecé a actuar en el teatro de mi vida. Con sus casas de estilo colonial de altos portales y románticos zaguanes, cuyas fachadas conservaban la huella con gran nitidez del arte y la cultura de España, así como el característico perfil de sus mujeres y la valentía de sus hombres en el ruedo, rodilla en tierra, desafiando la bravura de un toro de casta escarbando la tierra amarilla, sin perder de vista la verónica que le invita a medir sus fuerzas con la inteligencia del brazo que la agita.
  
Esa estructura humanizada, de ninguna manera opacaba el marco de un paisaje hermoso, donde la naturaleza se destacaba a través de sus enredaderas con flores silvestres multicolores, que abrazaban los alambrados de púa sujetos a los gruesos tallos de frondosos bucares, que al florecer teñían de naranja y ladrillo el amplio y largo camino de arenas espesas. Su color rojizo aumentaba bajo los fulgurantes rayos del sol que se extendía desde la salida de la calle principal hasta los playones de piedras blanquecinas bañadas por las cristalinas aguas del caudaloso río que se deslizaba majestuoso, al tiempo que invitaba a nativos y extraños al disfrute del baño refrescante en sus aguas siempre frías  bajo las sombras tupidas por las ramas de los árboles que a nivel de ambas orillas se abrazaban para tejer un techo vegetal.
Los gigantescos bambúes inclinados sobre sus orillas, al  balancearse parecía que bailaban al son de la corriente. Era todo un conjunto de atributos naturales que el Creador concentró en ese rincón de la tierra, que unidos a la hospitalidad de sus habitantes, aumentaba el atractivo que llenaba de inspiración poética e impulsaba el talento y la creatividad del pintor, para plasmar en su lienzo, la belleza destacada  en sus amaneceres,  a pleno medio día  o en ese atardecer sereno, que se iba lentamente escoltado por el rumor del río que jamás se dejaba de escuchar. Era como el repicar de los rieles de un tranvía que va a toda velocidad devorando camino sin detenerse ni un instante, pero que nunca se termina de ir y siempre tiene vagones vacíos para cargar con cuanto encuentra a su paso, y muy especialmente en la  época de tormentosas lluvias que aumentaban considerablemente su caudal. Se transformaba entonces en un león rugiente que con su fuerza y voracidad y que amparado bajo la sombra de la noche y la espesa vegetación que le coronaba, era  muy difícil que cualquier víctima pudiera defenderse de sus garras.

Lucila Lárez Fariñas
de Gutiérrez
04/12/2008

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